viernes, 18 de diciembre de 2009

Lo que no soy

No escribo versos ni prosa ni cartas ni ensayos…sólo vendo mis palabras al mejor postor.
No capturo la belleza con disparos de canon ni la esencia de las cosas con acuarelas de color…sólo puedo trazar con besos el mapa del deseo sobre tu espalda.
Tampoco soy capaz de dedicarte o componerte versos y canciones ni convertir nuestros días en la ficción más auténtica…
Lo que sí puedo es amarte.
Lo que sí quiero es sorprenderte.
Lo que sí sé es hacerte feliz.
Y regalarte todos los amaneceres azul.celeste que me quieras aceptar.
Todo lo demás es literatura.

Dientes de vino

Tengo los dientes manchados de vino y un rosal entre las piernas que acaba de florecer salpicado del rocío del semen que dejaste en la madrugada.

Las sábanas me hieren como cristales que se hincan en mi piel sudada y lágrimas corrosivas crean surcos profundos en las mejillas que anoche lamía una lengua de gatopardo.

El techo de cinc cae sobre mi cabeza, y luego el cielo, y tú no caes sobre mí.

Y me hundo en la cama grande y vacía, y me pierdo entre sus sábanas de laberinto de cristal que se me enrollan en el cuello y me asfixian, que sin ti me hieren como cristales que se hincan en mi piel, como hace cincuenta noches cuando tenía los dientes manchados de vino y un rosal entre las piernas. Como cuando no me perdía en esta cama tan grande y vacía.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Luz de sexo

Sólo se veían cabezas y más cabezas. Cabezas morenas y catires, de pelo rizado y liso, largo y corto, con gorras, con cascos. Cabezas veloces que corrían al abrirse las puertas, otras más pausadas, sin prisas, resignadas ante los empujones y el griterío. Asfixia. La estación de metro de Plaza Venezuela a las cuatro y media de la tarde asfixia. Es intensa, estresante, y el ambiente es cargado, denso. Asfixia. Como una novia esperando en el puerto la llegada de su marinero esperaba metro tras metro su llegada. Tren tras tren, vagón tras vagón. El sonido de la máquina entrando a la estación sobrecogía el corazón, las puertas abriéndose se lo colocaban en la garganta y le producían un malestar paradójicamente agradable. Una emoción nerviosa con una incertidumbre que la devolvía a los tiempos de las primeras citas, de los primeros besos, de las primeras dudas, muchos años atrás, muchos kilómetros atrás. Nerviosa, con las manos sudorosas apretando el asa del bolso contra su cuerpo, sentía la adrenalina subir al abrirse las puertas de los vagones y ver esa maraña de gente que se abalanzaba para salir los primeros. Sus pies en puntillas sobresalían de los zapatitos verdes de lunares y el cuello totalmente estirado con la espalda contra la columna de cemento para obtener la panorámica de la estación. Estación compuesta de cabezas y más cabezas que le importaban una mierda, que no le decían nada, que no le interesaban un carajo aunque tuviesen las vidas más interesantes del mundo. Cabezas inmersas en una rutina de madrugones, metros, trabajos mediocres por sueldos indignos, cervezas, más metros y discusiones y mentiras y sexo en camas propias y ajenas. Cabezas y más cabezas que le importaban una mierda, que se podían morir mañana y a ella le iba a dar igual. Cada vez que se cerraban las puertas los andenes quedaban de nuevo vacíos, en una tranquilidad y una calma que no duraba apenas unos segundos. En esos segundos, se planteaba por qué no desaparecía ese nudo, por qué el corazón no le latía a su ritmo normal, por qué no le dejaban de temblar las manos. El séptimo tren arribó a la estación y de repente, entre el gentío, surgió la única cabeza que le importaba. Venía rodeada de gente pero protegida de ellas por un halo de luz que lo envolvía y lo separaba del resto de los mortales. Venía sonriendo y caminando con el trote característico de los que han deambulado por muchas aceras sin dirección concreta. Se sonrieron en la distancia y de sus caderas de mujer surgió una luz suplicante de que lo inundó todo iluminando cada rincón de la estación y salió por el techo hacia el contaminado cielo de Caracas. Las mediocres cabezas se taparon los ojos cegados por el intenso resplandor que emanaba de su sexo, suplicando, exigiendo que sofocara el calor que la invadía. Todo a su alrededor se paró y sus luces se fundieron en una sola luz, en una sola lengua, en un solo sudor, en una sola carne y en una piel. Te eché de menos, resumió.

Coitus interruptus

Carretillas apiladas como barriles de vino en las calles laterales, el olor a fresas en el mercado y mujeres con escarpines de raso haciendo eses entre la inmundicia y las sabandijas después de toda una noche de…Con una palmadita en las rodillas salgo totalmente de los sórdidos callejones parisinos en los que llevaba una hora sumergida y por el que hubiera seguido, parada tras parada, sentada hasta el fin de los tiempos o de las páginas en el asiento del metro. No te había visto en la cola de la camioneta. Levanto la vista y lanzo al aire una medio sonrisa que estimo lo suficientemente educada sin dejar de ser una sincera mueca de desagrado. Ya ves, aquí estamos. Vuelvo a las páginas gastadas y con olor a polvo de la obra de Miller. Mierda. Perdí la línea. Mierda, mierda, mierda. Noto a mi lado su presencia en las estrechas banquetas de la camioneta más desvencijada que realiza el recorrido Plaza Venezuela-La Florida. Huele a gasolina y las partículas flotan desde el terciopelo naranja que forra el salpicadero. Hace calor, mucho calor, y la zona de mi pierna que roza la suya comienza a sudar más profusamente que el resto del cuerpo. Hay días que simplemente no aguanto la cercanía física de otros seres. La gente se amontona en el pasillo, de pie, sudorosa, con las carnes al aire. Piel, pelo y grasa de una tripa asquerosa que sobresale entre un pantalón y una camiseta demasiado prietas justo en mi cara. Hay días que simplemente no aguanto vivir inmersa en el resto de la humanidad. Bajo la vista para no tener que enfrentarme a la sórdida realidad de la estética caraqueña. Prefiero la parisina, al menos lo francés deja un halo de superioridad en su decadencia y en su vulgaridad. ¿Qué lees? ¿Interesante? Ajá. ¿Qué lees? Agarra las tapas deshechas del libro, edición ochentera. No aguanto que me lean por encima del hombro, mucho menos que me agarren el libro para ver el título. Ahh…¿interesante? Sip. He vuelto a perder la línea. Mierda. Empieza a silbar, a hacer chocar entre sí las monedas, mezcla se bolívares viejos y fuertes, a seguir rozando mi pierna con su pierna. Puedo sentir el olor a sudor y a metal. Desisto. Asiento. Callo. Miro al frente. Piel, pelo y grasa. Callo. Sigue silbando. Mierda. Cualquier cosa con tal de que deje de silbar. Entonces, ¿cuándo es que vas a Bogotá? En un par de semanas, tengo ya ganas. Me jode más su presencia que si me hubieran interrumpido en mitad de un polvo. Le dejo hablar mientras pienso en el vino corriendo por mi espalda. En otro sudor, el que me gusta lamer. En la presión sobre mis pezones. En el semen resbalando por mi pecho. Y me empieza a picar el coño. Tú ya has estado, ¿verdad? ¿qué me recomiendas? Si te doy conversación es para que hables y me dejes en paz, gilipollas. Le contesto de manera automática y con la voz más seca y desagradable que puedo poner y que cambiará cuando cruce la puerta de la quinta y vea al resto de compañeros. Cambio de táctica. Callo. Una cortina de silencio se tensa entre nosotros. Aquí en la esquina, por favor. Bajo la primera y avanzo un par de metros por delante de él. Espera, que tengo las llaves a mano, abro yo. Cuando me deja pasar le regalo un pisotón de pequeña venganza.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Itaca es lo de menos

¿Llegaremos a Itaca? Tal vez sea lo de menos.

Lo m'as realista, cielo, ser'ia que echaras ra'ices en una maleta. Enier Loquasto.

Mis pies quieren viajar, quieren conocer, quieren vivir. Pero también quieren tener una casa a la que volver, aunque esta casa sean unos brazos abiertos y un pecho descubierto y no el lugar donde ninguna Penélope teje para mí.

Cuando emprendas tu viaje a Itaca pide que el camino sea largo, lleno de aventuras, lleno de experiencias. No temas a los lestrigones ni a los cíclopes ni al colérico Poseidón, seres tales jamás hallarás en tu camino, si tu pensar es elevado, si selecta es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. Ni a los lestrigones ni a los cíclopes ni al salvaje Poseidón encontrarás, si no los llevas dentro de tu alma, si no los yergue tu alma ante ti.

Pide que el camino sea largo. Que muchas sean las mañanas de verano en que llegues -¡con qué placer y alegría!- a puertos nunca vistos antes. Detente en los emporios de Fenicia y hazte con hermosas mercancías, nácar y coral, ámbar y ébano y toda suerte de perfumes sensuales, cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas. Ve a muchas ciudades egipcias a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu mente. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje. Mejor que dure muchos años y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido de cuanto ganaste en el camino sin aguantar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino. Pero no tiene ya nada que darte.

Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado. Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia, entenderás ya qué significan las Itacas.

Kavafis