miércoles, 16 de diciembre de 2009

Luz de sexo

Sólo se veían cabezas y más cabezas. Cabezas morenas y catires, de pelo rizado y liso, largo y corto, con gorras, con cascos. Cabezas veloces que corrían al abrirse las puertas, otras más pausadas, sin prisas, resignadas ante los empujones y el griterío. Asfixia. La estación de metro de Plaza Venezuela a las cuatro y media de la tarde asfixia. Es intensa, estresante, y el ambiente es cargado, denso. Asfixia. Como una novia esperando en el puerto la llegada de su marinero esperaba metro tras metro su llegada. Tren tras tren, vagón tras vagón. El sonido de la máquina entrando a la estación sobrecogía el corazón, las puertas abriéndose se lo colocaban en la garganta y le producían un malestar paradójicamente agradable. Una emoción nerviosa con una incertidumbre que la devolvía a los tiempos de las primeras citas, de los primeros besos, de las primeras dudas, muchos años atrás, muchos kilómetros atrás. Nerviosa, con las manos sudorosas apretando el asa del bolso contra su cuerpo, sentía la adrenalina subir al abrirse las puertas de los vagones y ver esa maraña de gente que se abalanzaba para salir los primeros. Sus pies en puntillas sobresalían de los zapatitos verdes de lunares y el cuello totalmente estirado con la espalda contra la columna de cemento para obtener la panorámica de la estación. Estación compuesta de cabezas y más cabezas que le importaban una mierda, que no le decían nada, que no le interesaban un carajo aunque tuviesen las vidas más interesantes del mundo. Cabezas inmersas en una rutina de madrugones, metros, trabajos mediocres por sueldos indignos, cervezas, más metros y discusiones y mentiras y sexo en camas propias y ajenas. Cabezas y más cabezas que le importaban una mierda, que se podían morir mañana y a ella le iba a dar igual. Cada vez que se cerraban las puertas los andenes quedaban de nuevo vacíos, en una tranquilidad y una calma que no duraba apenas unos segundos. En esos segundos, se planteaba por qué no desaparecía ese nudo, por qué el corazón no le latía a su ritmo normal, por qué no le dejaban de temblar las manos. El séptimo tren arribó a la estación y de repente, entre el gentío, surgió la única cabeza que le importaba. Venía rodeada de gente pero protegida de ellas por un halo de luz que lo envolvía y lo separaba del resto de los mortales. Venía sonriendo y caminando con el trote característico de los que han deambulado por muchas aceras sin dirección concreta. Se sonrieron en la distancia y de sus caderas de mujer surgió una luz suplicante de que lo inundó todo iluminando cada rincón de la estación y salió por el techo hacia el contaminado cielo de Caracas. Las mediocres cabezas se taparon los ojos cegados por el intenso resplandor que emanaba de su sexo, suplicando, exigiendo que sofocara el calor que la invadía. Todo a su alrededor se paró y sus luces se fundieron en una sola luz, en una sola lengua, en un solo sudor, en una sola carne y en una piel. Te eché de menos, resumió.

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