miércoles, 16 de diciembre de 2009

Coitus interruptus

Carretillas apiladas como barriles de vino en las calles laterales, el olor a fresas en el mercado y mujeres con escarpines de raso haciendo eses entre la inmundicia y las sabandijas después de toda una noche de…Con una palmadita en las rodillas salgo totalmente de los sórdidos callejones parisinos en los que llevaba una hora sumergida y por el que hubiera seguido, parada tras parada, sentada hasta el fin de los tiempos o de las páginas en el asiento del metro. No te había visto en la cola de la camioneta. Levanto la vista y lanzo al aire una medio sonrisa que estimo lo suficientemente educada sin dejar de ser una sincera mueca de desagrado. Ya ves, aquí estamos. Vuelvo a las páginas gastadas y con olor a polvo de la obra de Miller. Mierda. Perdí la línea. Mierda, mierda, mierda. Noto a mi lado su presencia en las estrechas banquetas de la camioneta más desvencijada que realiza el recorrido Plaza Venezuela-La Florida. Huele a gasolina y las partículas flotan desde el terciopelo naranja que forra el salpicadero. Hace calor, mucho calor, y la zona de mi pierna que roza la suya comienza a sudar más profusamente que el resto del cuerpo. Hay días que simplemente no aguanto la cercanía física de otros seres. La gente se amontona en el pasillo, de pie, sudorosa, con las carnes al aire. Piel, pelo y grasa de una tripa asquerosa que sobresale entre un pantalón y una camiseta demasiado prietas justo en mi cara. Hay días que simplemente no aguanto vivir inmersa en el resto de la humanidad. Bajo la vista para no tener que enfrentarme a la sórdida realidad de la estética caraqueña. Prefiero la parisina, al menos lo francés deja un halo de superioridad en su decadencia y en su vulgaridad. ¿Qué lees? ¿Interesante? Ajá. ¿Qué lees? Agarra las tapas deshechas del libro, edición ochentera. No aguanto que me lean por encima del hombro, mucho menos que me agarren el libro para ver el título. Ahh…¿interesante? Sip. He vuelto a perder la línea. Mierda. Empieza a silbar, a hacer chocar entre sí las monedas, mezcla se bolívares viejos y fuertes, a seguir rozando mi pierna con su pierna. Puedo sentir el olor a sudor y a metal. Desisto. Asiento. Callo. Miro al frente. Piel, pelo y grasa. Callo. Sigue silbando. Mierda. Cualquier cosa con tal de que deje de silbar. Entonces, ¿cuándo es que vas a Bogotá? En un par de semanas, tengo ya ganas. Me jode más su presencia que si me hubieran interrumpido en mitad de un polvo. Le dejo hablar mientras pienso en el vino corriendo por mi espalda. En otro sudor, el que me gusta lamer. En la presión sobre mis pezones. En el semen resbalando por mi pecho. Y me empieza a picar el coño. Tú ya has estado, ¿verdad? ¿qué me recomiendas? Si te doy conversación es para que hables y me dejes en paz, gilipollas. Le contesto de manera automática y con la voz más seca y desagradable que puedo poner y que cambiará cuando cruce la puerta de la quinta y vea al resto de compañeros. Cambio de táctica. Callo. Una cortina de silencio se tensa entre nosotros. Aquí en la esquina, por favor. Bajo la primera y avanzo un par de metros por delante de él. Espera, que tengo las llaves a mano, abro yo. Cuando me deja pasar le regalo un pisotón de pequeña venganza.

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